Últimamente le he estado dando vueltas a la idea de mudarme a un pueblo, pero a un pueblo vacío de verdad, que no interese a nadie, tal vez a un pueblo de los muchos que hay en la
América Profunda, quizás en Georgia o en las Carolinas, una retirada, lo reconozco, poco heróica pero profiláctica, pero pronto me he dado cuenta de la futilidad del empeño, pues seguro que alguien, en cuanto le llegara la noticia de mi mudanza, enseguida vendría a reclamarlo, dispuesto a hacerme el favor de quemarme dentro en caso de que me negara a cumplir con su exigencia. Ni siquiera agitar el título de propiedad me serviría de salvoconducto. A la hoguera con ella. También hay algo de miedo, lo reconozco. Debe ser cosa de la sugestión o tal vez la dichosa influencia de las películas.
¿Se acuerdan de la magnífica
Deliverance, Defensa en español, basada en la novela homónima de James Dickey, cuando a una panda de amigos les da por adentrarse en los Apalaches y lo que comenzó como una aventura se vuelve tragedia?
Pero no hace falta que nos lo confirme la ficción. El corazón del hombre es así. Podrido, aunque en el transcurso de la vida, el de muchos, afortunadamente, se oxigena. La cuestión es qué hacer con los que llevan gas venenoso.
¿Se les podrá pinchar como a los globos?
Nadie mejor que el Mark Twain de todos, el mayor de los desencantados estadounidenses, me atrevo a decir, para ofrecernos esta transparencia humana de la que hablo. En sus
Cartas desde la Tierra, obra terminada en 1909 pero que no fue publicada hasta 1962, años después de su muerte, quizás temiendo que sus lectores no pudieran soportar su dureza, abjura de la teoría de Darwin que determina que el hombre es un ser superior para abrazar lo contrario. "Indecencia, vulgaridad, obscenidad. [El hombre] las inventó", nos dice. Y todo, porque contamos con un defecto de fábrica. El sentido de la moralidad. "Permanente, indestructible, imposible de erradicar". Es una enfermedad que permite al hombre actuar de mala fe. En una palabra, ser un degenerado.
Entre las noticias de la última remesa vuelve a asaltarme la de los payasos acosando a niños en las escuelas,
seres que van arrastrando su máscara, de momento solo se han dejado ver en los estados sureños y cuya sombra, lógicamente, se multiplica, inspirada, allá donde la lleven, porque el hombre no puede dejar de ser el que es, de abandonar ese instinto natural a esperar a ser parte de la rapiña.
Twain se quedó corto. Las piedras, un peldaño más alto en la escala evolutiva.
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