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miércoles, 28 de febrero de 2024

Ansiedad, de tenerte en mi boca ...

Hace unos meses Prezzo, una cadena de restaurantes británica, nos coloca una encuesta entre los chiquitos de la generación Z. Por supuesto, la encuesta está relacionada con la comida, en concreto con el menú. Prezzo nos dice que, de los 2000 adultos que participaron en dicho estudio, un 86% de los post-millennials indicó sufrir "ansiedad del menú". Esto es, no saber qué elegir. 

Algunos de los culpables de esa congelación: la abrumadora cantidad de platos ofertados, la posibilidad de que, una vez se decanten por algo, esté peor que la hamburguesa que se descongelan en casa y que, encima, les dejen el bolsillo tiritando por el sablazo que les meten. También está la pérdida de dotes interpersonales. La covid, lógicamente, ha exacerbado esta desaparición o congelación. Y otra causa, reconozco que esta me ha pillado por sorpresa: miedo a estancarse en la pronunciación del plato. 

Para solucionar esta parálisis, el screenager, jovencito criado a los pechos de una pantalla y de la Internet de banda ancha, pide a sus comensales que le elijan el plato. Lo único que no sabemos es si, una vez hecha la elección, el paralizado les monta un pollo por haberle elegido tamaño zapato. Aunque es entre los de la generación Z donde más se acusa esa ansiedad, las otras generaciones también se llevan lo suyo, y se quedan a 19 puntos del grupo en cabeza.

Siguiendo la estela británica, en Estados Unidos también se ha hecho un estudio parecido. Aquí la ansiedad es menor, aunque también se dispara en el grupo Z, con un 41% de ansiosos a la hora de pedir frente al 15% de los que intregran las listas de la generación X y baby boomers, los hijos de la Segunda Guerra Mundial.  

Aquí, otro estudio de la generación Z, también relacionado con el cuerpo. 

martes, 22 de enero de 2019

A la porra con Nozic y que viva Bentham

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The Matrix ya está aquíííí. Los hologramas saltan como esporas porque la gente pide más. Evasión y placer antes que embarrancarse en el pegajoso asfalto de la realidad. Robert Nozic metió el cuezo hasta dentro. En cambio, Jeremy Bentham, el padre del utilitarismo, lo vio venir mucho antes. Que los seres vivos elegimos placer y, que, como las ratas, nos alejamos del dolor. Ahora nos hemos acogido a la alucinación continua de chorro lumínico y electrónico.

La máquina del placer de Nozic va a tener más cola que un partido gratuito entre el Real Madrid y el Barcelona. Y lo curioso es que la gran mayoría de los sujetos a los que Nozic entrevistara en la década de los 70 para determinar si su maquinita funcionaría contestaron que no entrarían en ella.

lunes, 21 de enero de 2019

La cura de Lexington

La semana pasada hablábamos de la insolvencia kentuckiana y cómo el estado se las va a ver y a desear para pagar las jubilaciones de sus funcionarios de a pie, especialmente las de bomberos,  polícias y maestros. A Kentucky tampoco le van muy bien las cosas en otros ámbitos. Por ejemplo, es el cuarto estado del país con el mayor número de fallecidos por sobredosis de opiáceos y opioides. Treinta y siete coma 2 fallecimientos por cada 100000 habitantes. En el 2017 solo Virginia Occidental, Ohio y Pensilvania superaban estas cifras. El Distrito Columbia ocupa la quinta posición, pero no es estado. Según datos del 2015, Estados Unidos era el país con el mayor número de muertes por causa del abuso de opiodes. Por cierto, que España figuraba en el cuarto puesto.

Para que nos hagamos idea de la envergadura del problema al que nos enfrentamos: en Estados Unidos fallecen diariamente unas 115 personas por sobredosis. En el 40 por ciento de los casos, los fallecidos iban con receta. Bajo la marca opioides y opiáceos entran la heroína, oxicodeína, la droga de la que se atiborra el doctor House, dihidrocodeína, morfina, fentanilo y otras. Los suicidios y los accidentes en la carretera ya no son las primeras causas de muerte accidental. Ahora la sobredosis de opioides se lleva el honor y el horror.

Durante la Guerra de Secesión, se podía adquirir opioides sin receta para tratar todo tipo de males. Se piensa que, al concluir, se dio un aumento de las adicciones. Soldados tratando de aliviar su trauma, esposas destrozadas, familias rotas, todo un catálogo de males se trataban con este ungüento amarillo. De hecho, a finales del siglo XIX, hay más mujeres enganchadas que soldados. Y muchas vienen de la clase media alta. Parece que hay que echar la culpa a los dolores menstruales. Unas 300000 personas aquejadas de esta adicción por aquel entonces.

En 1858 en Nueva York, en un centro estatal de desintoxicación para alcohólicos, se comienza a tratar a las gentes pudientes con esta enfermedad. Años más tarde, precisamente en Kentucky, se abrió la primera granja para el tratamiento de la adicción de estos narcóticos. La administración de Coolidge, con las cárceles a tope y sin un lugar para alojar a los drogodependientes, aprueba en 1929 la Porter Act. Con su entrada en vigor, el gobierno estadounidense creará dos granjas para narcómanos. La de Lexington abre sus puertas en 1935. La otra, en Tejas, lo hará tres años más tarde. La de Lexington se cerró en 1974 y la de Tejas en el 75, cuando los santos seguros médicos reconocieron que la adicción era una enfermedad y que, por tanto, no tendrían más remedio que cubrirla. Como es de tipo crónico, pronto se dieron cuenta de que la broma les iba a suponer un dineral, y los muy pillines se negaron a correr con los costos allá para finales de los 80. Con Ronald Reagan y George W. Bush, vamos. Las grandes compañías han vuelto a cubrir a este tipo de pacientes. Veremos lo que dura.

miércoles, 25 de enero de 2017

Las 3 enes del extremismo

Según el profesor de Psicología Arie Kruglanski, las 3 enes (Necesidades) para que se dé la radicalización son: el deseo irresistible de hacerse respetar, la necesidad de defenderse de los ataques (reales o imaginarios) de otros y la necesidad de sentirse reafirmado por el entorno. 

Dolorosamente familiar. 

miércoles, 13 de julio de 2016

El limón en la cara

Allá por los 90 David Dunning y Justin Kruger, dos profesores del departamento de Psicología de la Universidad de Cornell, en el estado de Nueva York, llevaron a cabo una serie de experimentos que, básicamente, corrobora la siguiente teoría: los que saben menos, piensan que saben más y viceversa, los que realmente saben, piensan que no saben tanto. A esta falta de modestia se la conoce como el efecto Dunning-Kruger.

Para su estudio, parece ser que los investigadores se inspiraron en un atracador de bancos, McArthur Wheeler, arrestado en Pittsburgh. Wheeler actuó bajo la creencia, errónea, por otra parte, de que si se embadurnaba la cara con zumo de limón, su rostro se tornaría invisible. Al fin y al cabo si el líquido servía como tinta invisible en la caligrafía, era lógico pensar que su rostro también se desvanecería, siempre y cuando no estuviera expuesto a un foco de calor. Para comprobar la fiabilidad de su conclusión, incluso se tomó una fotografía, por aquellos días con una polaroid, que le fue devuelta en blanco. Tesis corroborada. A por el golpe.

Esta sobreestimación de las capacidades de uno es bastante común en Estados Unidos, a diferencia de otros países, como los asiáticos. Esta falsa creencia se les instala desde la infancia, donde frases como "Yes, you can", (Sí, tú puedes), incitan a dicha creencia. Y no hay nada malo con creer que, con esfuerzo y la búsqueda insaciable de la perfección y el refinamiento de las destrezas, no se pueda conseguir los objetivos propuestos. Lo malo viene, como se ha visto, cuando se asume que se sabe, y esa es una de las más terribles presunciones.

Desgraciadamente Wheeler está muy presente en las aulas. Es común encontrar alumnos que demandan una nota mejor, simplemente por haber hecho el esfuerzo de ir a clase, por, como diríamos vulgarmente, calentar la silla. Las universidades tampoco han quedado inmunes a esta onda expansiva.

El esfuerzo está denostado, de capa caída. Y todo por culpa de la titulitis, la presión social que fuerza al estudiante a avanzar, a veces, como un buldócer, sin mirar a los lados para ver si ha dejado heridos en su camino. Y pasa en las mejores familias. Como la de Harvard, en Massachussets, donde hace unos años, un profesor se dio cuenta de que unos 125 alumnos habían compartido examen, un examen, para hacer en casa.

Bajo el ala de esa perniciosa influencia, de esa ilusión, el "yes you can" malentendido, a veces el alumno se turba, se desespera, y puede llegar hasta el delirio, que, con demasiada frecuencia, nos sorprende con su cara más trágica.

Ya va siendo hora de que nos quitemos el limón de la cara.