Hace unos días, precisamente la festividad de Teresa de Jesús, el 15 de octubre pero de 1942, celebrábamos el estreno de la obra The Skin of Our Teeth, La piel de nuestros dientes, de Thornton Wilder, que tuvo lugar en el Shubert Theatre en New Haven, Connecticut. Un mes después se llevaría a Nueva York donde el personaje principal, el de Sabina, estaría a cargo de Tallulah Bankhead, bajo la dirección de Elia Kazan y acompañada en el escenario por Fredric March, Florence Eldridge y Montgomery Clift. Vivien Leigh haría de Sabina en 1959, en una adaptación para la televisión.
La frase, además de ser una expresión idiomática en inglés que podríamos traducir por por los pelos, es una referencia bíblica sacada del Libro de Job, capítulo 19, verso 20: My bone cleaveth to my skin and to my flesh, and I am escaped with the skin of my teeth. "El hueso se me clava en la piel y en la carne, y casi no logro escapar". Una frase bastante adecuada para los trabajos que tiene que soportar la familia Antrobus, que casi no lo cuenta por una edad del hielo, un diluvio y una gran guerra que les toca vivir. El invierno, el agua y el conflicto bélico que pone a padre e hijo en bandos distintos casi se los lleva por delante.
Dividida en tres actos, seguimos a la familia Antrobus, que le ganó a Wilder su tercer Premio Pulitzer, una familia corriente y moliente que vive en la ciudad ficticia de Excelsior, en Nueva Jersey. George, el padre, al que podemos identificar con la figura de Adán, y que, en la obra, ha creado el alfabeto, las matemáticas y ha inventado la rueda, es amigo de Homero y también es coetáneo de Moisés. Maggie, a la que su esposo George llama en varias ocasiones Eva, en clara alusión a su media costilla, y los hijos, Henry, a veces identificado como Caín y que odia al padre, y Gladys, la hija a la que se pretende moldear sumisa y que el hermano envidia, una suerte de Abel femenina. Y finalmente la criada, Lily Sabina, su nombre, una doble alusión a Lilith, la primera mujer de Adán y al rapto de las sabinas.
Lógicamente el nombre Antrobus procede del griego άνθρωπος, “Anthropos” “humano,” una manera de Wilder para indicar que la family Antrobus somos todos. Como siempre, es difícil encorsetar una obra bajo una sola categoría. Algunos han querido ver en
The Skin of Our Teeth una obra surrealista. Otros dicen que la obra es una exploración literaria del amor y la lujuria. Otros, que es una alabanza de las bondandes de la educación. Los hay que defienden que estamos ante una condena a la avaricia. Otros ven en ella una advertencia sobre la destrucción de nuestro planeta, y hay otros a los que la obra les parece un canto a la ingenuidad del hombre.
A la obra tampoco le faltan detractores: los escritores Joseph Campbell, Henry Morton Robinson o Julian Sawywer, entre otros, han señalado que dos de los premios Pulitzer de Wilder, The Skin of Our Teeth y Our Town, Nuestra ciudad, son un plagio, en especial del Finnegans Wake de Joyce y de la obra The Making of American, Ser norteamericanos, de la pittsburguesa Gertrude Stein, por no decir del omnipresente Brecht. A Wilder también se le ha achacado que sus obras exuden ese típico optimismo americano que ignora la otra cara del país. En Europa, especialmente en la Alemania que se abrió tras la Segunda Guerra Mundial, tuvo y sigue teniendo muchos seguidores. El mismo Wilder viajó hasta allí.
Y si estas influencias parecen innegables, lo cierto es que a Wilder tampoco se le puede restar el mérito que merece. El Bardo, sin ir más lejos, tomó las Crónicas de Holinshed para crear muchas de sus obras históricas, algunas se encuentran entre las más veneradas, pero, como bien dejó claro Shakespeare, no es lo que se toma lo que cuenta, sino en lo que se convierte. Y, Wilder, lo que toma, lo transforma con maestría.
Otra de las cosas que Wilder deja bien claro en The Skin of Our Teeth es que, los que no estudian y revisan la historia, están condenados a repetirla. De ahí la pertinacia de algunos para que esta se olvide.
Feliz Día, Escritoras.