Para su estudio, parece ser que los investigadores se inspiraron en un atracador de bancos, McArthur Wheeler, arrestado en Pittsburgh. Wheeler actuó bajo la creencia, errónea, por otra parte, de que si se embadurnaba la cara con zumo de limón, su rostro se tornaría invisible. Al fin y al cabo si el líquido servía como tinta invisible en la caligrafía, era lógico pensar que su rostro también se desvanecería, siempre y cuando no estuviera expuesto a un foco de calor. Para comprobar la fiabilidad de su conclusión, incluso se tomó una fotografía, por aquellos días con una polaroid, que le fue devuelta en blanco. Tesis corroborada. A por el golpe.
Esta sobreestimación de las capacidades de uno es bastante común en Estados Unidos, a diferencia de otros países, como los asiáticos. Esta falsa creencia se les instala desde la infancia, donde frases como "Yes, you can", (Sí, tú puedes), incitan a dicha creencia. Y no hay nada malo con creer que, con esfuerzo y la búsqueda insaciable de la perfección y el refinamiento de las destrezas, no se pueda conseguir los objetivos propuestos. Lo malo viene, como se ha visto, cuando se asume que se sabe, y esa es una de las más terribles presunciones.
Desgraciadamente Wheeler está muy presente en las aulas. Es común encontrar alumnos que demandan una nota mejor, simplemente por haber hecho el esfuerzo de ir a clase, por, como diríamos vulgarmente, calentar la silla. Las universidades tampoco han quedado inmunes a esta onda expansiva.
El esfuerzo está denostado, de capa caída. Y todo por culpa de la titulitis, la presión social que fuerza al estudiante a avanzar, a veces, como un buldócer, sin mirar a los lados para ver si ha dejado heridos en su camino. Y pasa en las mejores familias. Como la de Harvard, en Massachussets, donde hace unos años, un profesor se dio cuenta de que unos 125 alumnos habían compartido examen, un examen, para hacer en casa.
Bajo el ala de esa perniciosa influencia, de esa ilusión, el "yes you can" malentendido, a veces el alumno se turba, se desespera, y puede llegar hasta el delirio, que, con demasiada frecuencia, nos sorprende con su cara más trágica.
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