jueves, 19 de agosto de 2021

Frío flotante.

Con los calores del verano, una combinación muy americana. Los helados flotantes. Para proceder al experimento, uno se puede valer de cualquier refresco con burbujas, aunque me parece que los tipo "ginger ale" o los 7UP, más ácidos y con cierto toque a lima o limón, se evitan. Cuando se ha elegido el preciado líquido, se echan dentro dos bolas de helado, casi siempre de vainilla y, tachán, burbujeo asegurado. Una de las mezclas favoritas es helado de vainilla nadando en zarzaparrilla, y a la coca-cola tampoco se le hace ascos. Si se quiere añadir más calorías, se puede rociar la mezcla con sirope. El de chocolate es un clásico. 

Unas 22 libras de helado, eso es lo que consume el americano "promedio" al año, consumo que, en parte, se debe a la Decimoctava Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos que, el 16 de enero de 1920, obligaba al país a reformar hábitos con su prohibición del "licor embriagador". 

Durante los trece años que la Ley estuvo en vigor, el consumo de alcohol bajó. Para mantenerse a flote, a algunas destilerías, como a la cervezera Yuengling, se les ocurrió vadear el temporal dedicándose a la producción heladera. Como el negocio heladero iba viento en popa, en esos años aparecieron también nuevas sensaciones. Como los polos, esos bloques de hielo atravesados por un palito y que hicieron su presentación en 1923. 

Cuando, en 1933 se puso fin a la Sequedad, el consumo de helado obviamente notó la llegada del alcohol, y, aunque sus devotos volvieron a los bares en su busca, nunca olvidarían al mantecoso y refrescante heladito. Para asegurarse de que esta tradición y negocio no decrecía, durante la Segunda Guerra Mundial los miembros de los cuerpos combatientes recibieron su postre helado, hábito que, seguramente, se sigue manteniendo.  

Y, por supuesto, el helado tiene sus museos. El central, en Nueva York, con sucursales en Austin, Tejas, y, un poquito más lejos, en Singapur.

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