martes, 11 de octubre de 2022

Cónsules y embajadores literarios.

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Ya vimos que uno de los empleos que tuvo Harte fue el de cónsul, (el servicio consular apareció en 1792), aunque no fue el único escritor estadounidense que se hizo con puesto similar. También mencionamos a su homólogo destacado en Venecia, William Dean Howells, autor altamente influenciado por el realismo y que, por cierto, tradujo al inglés a Pérez Galdós. Pero no fueron los únicos que sirvieron en el extranjero. Seguro que todos nos acordamos de su excelencia, el señor embajador Washington Irving, un enamorado de España que perdió la salud allí, pues, la constante inestabilidad política de nuestra querida España no le sentaba bien a nadie. En otras entradas también mencionamos a James Fenimore Cooper, autor del famosísimo El último de los mohicanos, y que se nos fue de cónsul a Lyon, aunque previamente le habían ofrecido el puesto de embajador en Suecia pero lo rechazó por miedo a no poder compatibilizar sus responsabilidades literarias con las del puesto. Vamos, que lo que Cooper temía era que el embajador trabajara más que el cónsul y no tuviera tiempo ni para cargar la pluma. Y el impresionante Nathaniel Hawthorne, autor, entre otras joyas, de La letra escarlata y La hija de Rappacini, también estuvo de cónsul en Liverpool. 

La lista de destacados no queda aquí. Podemos añadir a Joel Barlow, poeta de Connecticut y autor de The Columbiad, que estuvo de cónsul en Argelia. James Russell Lowell, gran defensor de reflejar jergas y variedades dialectales y especialmente hábil con la sátira, L. H. Mencken y Mark Twain fueron dos de sus más ilustres discípulos, también fue embajador, primero en España y luego en Gran Bretaña. El famoso abolicionista y pensador, Frederick Douglass, en 1889 fue nombrado por el presidente republicano, Benjamin Harrison, embajador en Haití, y James Weldon Johnson, miembro del grupo Renacimiento de Harlem, años después hará de cónsul en Venezuela y Nicaragua bajo el liderazgo de Roosevelt. Y no eran solo los escritores los que se llevaban estas golosas plazas. Roma, como era de esperar, normalmente quedaba reservada a los pintores más destacados del país. 

Fue Teddy Roosevelt, en 1905, el que profesionalizó el servicio diplomático, esto es, abrió las plazas para que los hombres de negocios también tuvieran acceso a ellas. Al fin y al cabo, estos servicios, especialmente el de cónsul, se encargaban de los asuntos mercantiles, especialmente los portuarios. El rescate de marineros no faltaba. Años más tarde, también se requeriría que el pretendiente a la plaza opositara. 

Y cómo les llegaron estas plazas a los literatos? Algunas veces por recomendación, como fue en el caso de Harte. Por lo visto, la esposa de Howells era prima de la sobrina favorita del presidente Hayes, de ahí que el tío no pudiera negarse. También daba puntos escribir la biografía del presidente que estuviera dirigiendo el país en ese momento. Hawthorne publicó la de Franklin Pierce, y se le ofreció Liverpool. Howells haría lo mismo con Lincoln y, en reconocimiento, se le da Venecia, consiguiendo, de paso, evitar que se le llamara a filas durante la Guerra de Secesión. 

Afortunadamente, de estas estadías nos han quedado piezas como Nuestra vieja casa o los Cuadernos ingleses, las dos de Hawthorne, en las que al lector se nos permiten cosas tales como asistir al proceso creativo de un monstruo literario o asomarnos a lo que es ser político y escritor en el extranjero. 

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