domingo, 23 de junio de 2019

Los reyes de América

28 de agosto de 1815. Treinta y dos días de travesía a bordo del bergantín Comercio, disfrazado bajo el pseudónimo de M. Bouchard, un mercader francés. En su viaje le acompañaban su secretario personal, Louis Maillard, y cofres repletos de tesoros y dinero en efectivo que había logrado sacar de España. El vilipendiado Pepe Botella. José Bonaparte, exrey de España, y conocido en Estados Unidos con el título de Conde de Survilliers. De espíritu delicado, sentía debilidad por los caldos, las mujeres, el arte y las letras. De él se cuenta que recitaba con igual primor versos en italiano que en francés. El inglés solo lo llegó a chapurrear. Tasso, Racine o Corneille pasaban por su boca con voz poderosa. Su gusto por la literatura era tan exacerbado que en Estados Unidos tuvo la biblioteca del momento con mayor catálogo. 8000 volúmenes frente a los 6500 de la Biblioteca del Congreso.

A sugerencia del hermanísimo Napo, se levantó una casa (mansión, ver pintura adjunta) a medio camino entre Nueva York y Filadelfia, para que así estuviera cerca de la civilización y las noticias procedentes de Europa le llegaran sin dilación. En Bordertown, Nueva Jersey, localidad situada a 25 millas al norte de Filadelfia, la levantó el Conde. Como era de esperar, su popularidad subió como la espuma. Después de todo en aquellos días y en aquellas tierras no era muy frecuente encontrarse con miembros de la realeza. Pronto personalidades como John Quincy Adams, el Marqués de Lafayette, Henry Clay, Daniel Webster o Stephen Girard, un banquero francés afincado en Filadelfia que daba en ser el hombre más rico de la época en el país encontraron en su palacete los típicos entretenimientos cortesanos.

View near Bordenton, from the gardens of the Count De Survilliers

Con la compañía masculina cubierta solo le quedaba hacerse con la del sexo opuesto. Y la encontró pronto: Annette Savage, una cuáquera de 18 años a la que no le importó embadurnarse del escándalo de su amor ilícito. José Bonaparte había dejado esposa e hijos en Francia a los que, puntualmente, todo hay que decirlo, les pasaba la pensión. Dos hijas les dio Savage y una, Caroline, le dio descendencia.

En 1820 su palacete fue pasto de las llamas. Pero sus vecinos, vencidos por la cordialidad y los encantos del nuevo, lograron rescatar casi todos sus bienes, entregándoselos de inmediato. Desgraciadamente los libros no corrieron la misma suerte.

Pero no nos creamos que al Conde todo le fue de rositas, pues nada más llegar, a instancias del comodoro Lewis, decidió ir a presentar sus respetos al presidente Madison, no fuera que le deportara a Europa y terminara en Rusia. Pero Madison se hizo el sueco y no quiso ni verlo. Diecisiete años en América hasta que un día decide regresar a Francia. En 1832 se reúne con su familia legal dejando a la otra con Caroline. La otra había fallecido haciendo labores de jardinería. En su honor decir que de esta familia tampoco se desentendió y siempre les pasó manutención.

José Bonaparte también era dado a la caza. Y se dice que tenía obsesión por darse de bruces con el famoso Jersey Devil, Diablo de Jersey, una criatura alada y peluda, con pezuñas y cola. Obviamente el diablo lo volvió a encontrar en Francia porque, según él, nunca volvió a ser tan feliz.

Jérôme, el benjamín de la casa, también sintió la llamada americana. En 1803 en un viaje de placer se enamoró de Elizabeth Patterson, hija de un próspero comerciante de Baltimore. Pero los lazos fraternales eran poderosos. Así que ese mismo año el pequeñín se vuelve con la amada, pensando que el Hermanísimo, una vez que la conociera, cambiaría de opinión. Pues no. Ni la dejó desembarcar. De vuelta a América. Eso sí con una pensión anual de 60000 francos. Para quitarle el sabor amargo, a Jérôme lo casó con una princesa que le puso la corona de Westfalia. Napoleón anuló su matrimonio con la americana en 1805 que ya llevaba en su seno a un napoleoncín, Jérôme Napoleón. Patterson no se volvió a casar. Del matrimonio de Jérôme Napoleón con Susan May Williams, hija también de un comerciante de Baltimore, salieron dos hijos, Jerome Napoleón Bonaparte II, y Carlos José Bonaparte. Fijación con los nombres. Este último, de profesión abogado, y, por lo visto, implacable, cuenta con el honor de ser el fundador del FBI bajo la administración de Theodore Roosevelt. Aquí la crítica que hace Claudia Peiró del libro del historiador y escritor Pierre Branda, La saga de los Bonaparte.

De Jérôme Napoleón no quedan descendientes en Estados Unidos. El último falleció en 1945, mientras sacaba a pasear al perro en Central Park. Un tropezón con la correa y listo. Y el funcionario Carlos José no tuvo hijos. Sin embargo, sí quedan descendientes de la hermana de Napoleón, Carolina Bonaparte. De su matrimonio con Joaquín Murat, oficial de caballería de Bonaparte que sería ejecutado tras Waterloo, nacieron varios hijos que se instalarían en Estados Unidos en 1823. Aquiles, el mayor, era un pendenciero con suerte y de moral dudosa. Se casó con una biznieta de George Washington. Como el virginiano, también tenía esclavos. Del otro hermano, Lucien, quedan descendientes, aunque el mismo Lucien regresó a Francia en 1848.

Y lo que son las cosas, el único hermano que era capaz de plantarle cara a Napoleón, Lucien, es el que peor suerte corrió. Varias veces trató de huir a Estados Unidos con su mujer, Cristina Boyer, una pobretona que, lógicamente, no contaba con la aprobación del Hermanísimo. En su primer intento en 1810 fueron interceptados por los barcos de guerra británicos y llevados a Inglaterra donde permanecieron hasta Waterloo. En 1815 lo vuelven a intentar, pero no pueden salir porque no les dan pasaporte. De los hijos que Lucien tuvo con su segunda esposa, Cristina falleció muy joven, un par de ellos lograron poner los pies en América. El famoso ornitólogo y Segundo Príncipe de Canino y Musignano, Charles Lucien Jules Laurent Bonaparte, casado con su prima, una hija del exrey de España. También los puso Pierre, igualmente conocido aunque no por sus servicios a la humanidad sino por su mala reputación. Se casó tres veces con la misma mujer. En la primera ocasión era sombrerera y a la tercera acabó de princesa. Por cierto que Pierre le pidió dinero prestado para el negocio de su mujer al conservador de su hermano y este le dijo que no. Lo amenazó con el suicidio. Bálsamo. El suicidio lo vetaría de su amadísimo club. Así que no tuvo más remedio que soltar la mosca. Al angelito de Pierre también le gustaba montar gresca. En su casa mató de un disparo a un periodista, Victor Noir, que iba a anunciarle las intenciones de duelo del también periodista, político y escritor de ciencia ficción, Paschal Grousset. Decir que Grousset también vivió unos años exiliado en Estados Unidos. El hijo de Pierre, Roland, también era como el padre: muy lanzado y con buena vista para los negocios. Le echó el ojo a Marie-Félix Blanc, la hija de un excamarero que levantó el imperio de lo que hoy es el Casino de Montecarlo. Su dote no estaba mal: un millón de libras de 1880. Su retoño, Marie Bonaparte, Princesa de Grecia, experta en psicoanálisis, ya era hora de que alguien notara las rearezas de la familia, se convertiría en colaboradora de Freud. Pero ya nos salimos de América.

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