Mi curiosidad por este maestro de la fotografía apareció hace unos meses, gracias al Museo de Arte de Fitchburg y a su catálogo de nuevas adquisiciones. A Winogrand se le conoce principalmente por la realidad y el dinamismo de sus instantáneas. Sus capturas, la mayoría en blanco y negro, (el Kodachrome atempera la velocidad del momento), casi que le hacen sentir al vidente espectador del disparo.
A sus protagonistas, una suerte de actores bailarines que actuaran bajo la coreografía de su lente, los atrapa en movimiento, ya sea adelantando un pie para descansar, subir un peldaño o subirse a un coche. Una lente de 35 mm era su favorita, ya que esta le ofrecía una imagen más nítida, capaz de captar mayores espacios. Y no escatimaba en rollos para hacer esas capturas: todas las cosas son fotografiables. En la última etapa de su vida, en Los Ángeles, llegó a disparar 1500 rollos al año, que, a veces, dejaba sin revelar. Winogrand no reparaba en gastos porque vivía en esta magnífica obsesión, aunque el Fisco y su casero no la disculparan y él y sus familias (se casó tres veces, su hijo mayor, músico de jazz, está afincado en Oviedo) siempre tuvieran que vivir en esta agonía.
De Nueva York Winogrand nos trae a los vampiros de la noche. Intelectuales, como su amigo el escritor Norman Mailer, pasándoselo en grande. Winogrand se recrea buscando su aspecto diabólico: de sus risas, la piel tensa y la boca desencajada, saca un aura malévola y espectral. En el zoo, por ejemplo, nos acerca a una familia distinguida que tiene dos hijos: chimpancés. En su época de Texas, la década de los 70, Winegrand deja la burla para concentrarse en lo social. Y en Los Ángeles lo tenemos retratando la vulgaridad californiana.
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