lunes, 1 de julio de 2019

Amor por lo ruso

Y ya que el otro día no íbamos de viaje con su exmajestad José y su temor a ser deportado a Siberia, me ha dado por pensar en el amor por las ciudades rusas que se profesa en el país: unos treinta Moscúes, treinta y cinco San Petesburgos, un Odesa en Tejas, un Tólstoi en Dakota del Sur, una Chitá, también en Tejas, dos Sebastopoles, ocho Volgas, una Rusia en Nueva York y dos Siberias, curiosamente una, la de California, es una ciudad fantasma. Y la lista no se cierra aquí.

Moscou

Esta rusofilia, ¿a qué se deberá? No hay una explicación común. En algunos casos se elegía un  nombre ruso para llamar la atención de posibles habitantes. Muchas veces estas comunidades casi no tenían vecinos y temían desaparecer. En otras ocasiones, la palabra parte de otra lengua pero que, al resultar impronunciable para los nativos, deriva en algo reconocible para ellos y que, en este caso, se parece a una ciudad rusa. Es lo que sucede con el Moscú de Kentucky. Que partió de una palabra de las tribus nativas (Mashetow) y ya conocemos el desenlace. En otros casos la unión de dos palabras inglesas es la que da en la geografía rusa. Aquí va un ejemplo: moss y cow (musgo y vaca). De ahí Moscow. Moscoso Alvarado, de profesión conquistador, también acabó de ruso. Otro Moscow. Y luego salen los imitadores. El Moscú de Tejas le robó el nombre al Moscú de Tennessee. A veces, el nombre respondía a una impresión sensorial de los habitantes: las sierras sobre la madera a algunos les recordaba el repicar de las campanas de la catedral de Moscú. Y el toque napoleónico con el que abríamos tampoco faltaba: Los Moscúes de Maine y Minnesota conmemoran la derrota del corso.

Este amor, ¿será recíproco?

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