domingo, 26 de noviembre de 2017

Como él, no hay otro

En América parece que es imposible escapar a la figura de Lincoln. Hace unas semanas estuve en el Museo de Concord, visitando una exposición en la que se exhibían objetos que pertenecieron a Emerson y Thoreau. Y en la segunda o tercera planta allí estaba la réplica del Lincoln Memorial que se encuentra en Washington y que hiciera Daniel Chester French. Los más de 16000 libros que se han escrito sobre él lo mantienen en el número uno de los best sellers. Los estudiosos no se han dejado nada en el tintero. Han cubierto asuntos de lo más variopinto. Qué escondía bajo la barba, sus humildes orígenes o su homoeroticismo y su relación con William Herndon, su compañero de despacho, son asuntos que se han tratado con la misma seriedad e insistencia.


Las masas también le tienen en gran estima. Según un estudio realizado por The Harris Poll® con 2319 adultos a principios de año, Lincoln se lleva la palma con un 19% del aprecio del personal. Obama se colocó en segundo puesto con un 15%. Washington, Reagan y Kennedy a la cola. 

Aún nadie ha sido capaz de responder por qué el presidente tiene tanto tirón. Tal vez sus conciudadanos encontraran en él la figura de un redentor, alguien que viniera a rescatarlos de tanta vileza e irracionalidad. A veces me da por pensar que la pureza de su obra aún evoca añoranza. O tal vez se debiera a su apariencia desaliñada y desgarbada, su figura imponente, su capacidad para la ironía, su triste final, la dureza de sus inicios, la encarnación del famoso sueño, los infortunios de su vida, su excepcional capacidad para vadear el temporal de la esclavitud y contentar a muchos o a su majestuosa habilidad con la palabra y la pluma que lo encumbraran al asiento preferente entre sus conciudadanos.

Sí. Por aquel entonces en el buen manejo de la pluma residía la capacidad de uno para conmover y convencer a las masas. A Ulysses Grant también se le considera un magnífico escritor, aunque a diferencia del kentuckiano, el general era más sobrio y le faltaba la musicalidad, que, si acaso, derrochaba marcialidad.

Lincoln era, básicamente, redondo en su faceta como escritor. Aunque no recibió una instrucción reglada, fue a la escuela a salto de mata, con el tiempo y más estudios desarrolló la habilidad para crear discursos en los que a veces se valía del pentámetro yámbico. (Sirva de ejemplo el conocido To Be or Not To Be). Humor, sátira y agudeza envolvían sus escritos.

Con el ataque al corazón que sufrió Woodrow Wilson en 1920 los presidentes dejaron de elaborar sus discursos cediendo su voz y su mano a la de un segundo. En los tiempos twitteros que corren, ya sabemos que Dan Scavino Jr. se ha dejado ver como uno de los mecanógrafos tras la pantalla, aunque dicen las malas lenguas que el presidente compone los mensas más encrespados. ¿Para cuándo uno rimado, señores presidentes?

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