domingo, 23 de octubre de 2016

Deportes nada recomendables: primera parte

No tengo cuerpo de deportista, lo reconozco, pero soy humana y disfruto con las proezas de otros. No desdeño ninguna actividad, aunque, como cualquiera, tengo mis preferidas. La resistencia de Haile Gebrselassie siempre me ha dejado con la boca abierta y la capacidad de atletas como Tamae Watanabe, que, a la friolera de setenta y tres años, ha sido capaz de subirse y bajarse el Everest, superando el récord del año anterior que ella misma estableció, me llenan de espanto y envidia.

También valoro la pericia que actividades como el golf requieren. Quién no se habrá quedado maravillado con el Tiger Woods de tres añitos pateando como si tuviera diez. Pero quizás sea la naturaleza conservadora de esta ocupación lo que más me aleje de una rápida acogida.

Mi reticencia probablemente se deba a los perjuicios medioambientales que suelen acompañar esta práctica, aunque reconozco que la imagen, seguramente estereotipada, del proctólogo preguntándole al gastroenterólogo dónde fue a caer la bola, tampoco es que ayude mucho. Déjenme aclarar que en Estados Unidos se tiene la idea de que los doctores se pasan las tardes de los miércoles en el club de golf con sus compañeros de gremio. No sé quién difundió esta fábula. Probablemente algún cliente poco satisfecho.

En esta trayectoria descendente la caza ocupa un lugar menos honroso, tal vez porque, durante años, la vista de cartelones escritos a mano, degradados por rayos cósmicos anunciando "Pierde tus armas y perderás tu libertad" me han ensañado. Tampoco es que los cañoneos de balas de temporada hayan contribuido a mejorar el concepto que profeso por dicha actividad, lógicamente por la víctima, el animal, y por las gentes que, como yo, vivimos acostumbrados, que no inmunizados, a las descargas.

En Estados Unidos la caza cuenta con gran cantidad de adeptos. Recuerdo que, cuando era profesora en Pensilvania, los chicos me pedían que cancelara las clases porque se había abierto la temporada, que, por cierto, nunca tenía fin. Conseguir una licencia de caza no es difícil y a los doce, siempre y cuando se esté acompañado de un adulto, ya se considera que se está listo para pasar unas cuantas horas detrás de un árbol.

Thoreau no hubiera estado más de acuerdo con la autoridad expedidora. Cuanto antes, mejor. Al joven hay que destetarlo de su instinto asesino, pensando que, solo así, podrá alcanzar la madurez emocional y moral. Admito que estas reflexiones me intranquilizan ligeramente porque, o bien los cazadores son menores acompañados en su proceso formativo, o simplemente son adultos que no superaron las pruebas y andan aún en la fase del destete.    

Estoy convencida de que algunos se apresurarán a extraer una lectura procomunista y antiamericana de esta confesión. Qué le voy a hacer. Seguramente no llevo muy bien que, como senderista, tenga que seguir las recomendaciones de algunos parques en los que se advierte que el uso del chaleco antirreflectante no está de más.

Quiero pensar que con este estímulo la posibilidad de que se nos tome por ciervo quedará totalmente erradicada. No sé si lo habrán probado, pero en invierno y en verano la puesta del chaleco es totalmente insufrible. En invierno porque ya lleva una suficientes capas encima como para añadir una nueva dimensión a esa masa difusa en la que ya se ha convertido y que, a duras penas, se abre paso en la nieve. Y no es por cuestión estética, no, pues a diez grados bajo cero andamos todos hechos unos cristos.

En verano el calor y la humedad simplemente hacen abominable esta prenda, convirtiendo al que la lleva en una insalubre rojez que solo beneficiaría a doctores, aquí salen otra vez, y a las aseguradoras médicas. Nadie escapa de las erupciones cutáneas, lo que requiere una visita al dermatólogo, segunda tras la forzosa parada y fonda en el médico de cabecera para que, efectivamente, atestigüe y cobre por la comezón.

En las estaciones restantes es más ponible pero aun así, ¿por qué debe uno estar sujeto a dicha incomodidad si solo pretende pasear, respirar tranquilidad, pensar, tal vez desfogarse, pasar desapercibido en lugar de berrear su presencia?

Dentro de poco, ¿un casco para repeler los tiros perdidos será parte del ajuar? Buena puntería, como siempre, para el mercado. Y no nos olvidemos de los doctores. Ni de las aseguradoras.

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