domingo, 15 de octubre de 2017

Nos quedamos sordos

Ya se sabe que para engatusar a la audiencia cuanto más se oiga al artista, mejor. Los músicos ya sabían esto con el vinilo y le pedían al ingeniero de sonido que hiciera los surcos más anchos para que se oyera con más fuerza. Parece que desde mediados de los 90, momento en el que despertó el ensordecimiento, los otorrinolaringólogos y los audiometristas no han tenido un momento para respirar porque la industria discográfica sigue empeñada en meternos por las orejas el volumen reventón. Han notado (o quieren hacernos notar) que cuanto más alto berree un cantante y sus acompañamientos haciéndole la masterización pertinente, más discos venden.


¿Y la autenticidad? Para el recuerdo. Seguro que hay distorsiones magníficas, pero con el truco del almendruco. Dentro de poco ya no sabremos reconocer la voz cantante o, lo que es peor, si le pertenece, por mucho que las discográficas nos metan por las orejas al autor. Comprimir y distorsionar hasta los topes es la consigna. Existen unos máximos permitidos, de volumen y amplitud del sonido, pero nos arrastran los oídos subiendo los bajos y cargándose lo que antes, de natural, le tocaba ser alto. Al fin y al cabo al que grita más siempre se le suele hacer más caso. Se ha perdido la dinámica, y el cromatismo sonoro, insípido. Pero claro, a esa maestría se la llama, aquí por los menos, think out of the box (Pensar fuera de la caja). Vamos, ser original aunque la originalidad sea procesamiento embuchado. Como era de esperar, el pop y el rock son los géneros a los que se les mete más la mano, mientras que con el jazz, se retraen. Al fin y al cabo todo el mundo sabe quién es Lady Gaga pero no todos conocen a Miles Davis.

En esto de la homogeneización, parece que está mal que uno suene bien y que se atreva a pensar fuera de la caja de resonancia masterizada. Ya se sabe que en todas las guerras, como en esta del volumen, siempre se deja algo atrás. Y en este caso nos están tocado las orejas a base de bien.

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