Antes, cuando se nos moría la tortuga, la tirábamos a la basura o como mucho, si vivíamos cerca de un descampado, le hacíamos al animal su pequeña fosa, despidiéndolo con unos humildes honores. La simpleza de la ceremonia, ¿era indicativa de que nos importaba un bledo nuestra tortuga?
Pero los tiempos han cambiando y no cabe duda de que han sabido adaptarse a las necesidades del mercado, tocando la fibra sensible de casi todos los bolsillos. La de pudientes, la de los quiero y no puedo y la de los que verdaderamente no pueden, pero les da lo mismo y se gastan la paga semanal en algo que les resulte reconfortante.
Reconfortante para el espíritu, que no para el bolsillo, es asegurarse de que los que se quedan en este valle de lágrimas honran al finado en su tránsito a un mundo mejor. Y esta cortesía también los incluye a ellos, a nuestros queridos animales.
Hace unos días que el estado de Nueva York aprobó una ley (solo afecta a los cementerios regulados por el estado) por la cual se permite que el animal sea enterrado con el amo siempre y cuando la mascota sea incinerada, probablemente por motivos de salubridad.
El enterramiento de la mascota no es nuevo en Estados Unidos. Ya en 1896, precisamente en el estado de Nueva York, se inauguró el primer cementerio solo para ellos.
El pago a la fidelidad animal no solo se hace en vida. ¿Quién no se habrá sonreído o tal vez tirado de los pelos al saber que Trouble, un bichón maltés, heredaba la friolera de doce millones de dólares?
Es en la mala hora donde se ven las verdaderas intenciones, y, por lo visto, las de muchos americanos es bendecir a sus mascotas, porque Fifi es una más en casa, con una ruta dorada que, por motivos obvios el animal es incapaz de apreciar, pero que aliviará el peso en el corazón del amo.
El último adiós es de rigor. Para suavizar la despedida, los dueños no reparan en gastos. Fifi merece un funeral por todo lo alto. Galletitas gourmet, indumentaria de encargo, juguetes, correas a la última, camas, almohadones, mantas con una fotografía impresa del animal, velones en forma de hueso, un CD personalizado con sus canciones preferidas y cualquier otro enser que pudiera hacer las delicias del difunto animal. Y para el doliente, un bucle del caniche, el poema de la despedida enmarcado y una impresión en arcilla de las patas.
No sé si ya se hace, conociendo el temperamento emprendedor del americano seguramente que ya se haya puesto en marcha, pero me parece que es en la especialización donde reside la clave del éxito: ¿habrá caído alguien en la cuenta de que Fifi era hija de patriarcas hebreos y que el cerdo ni probarlo? ¿O acaso era irlandesa y se pirraba por la Guinness?
No cabe duda de que la aprobación de esta ley va a hacer llamear para la eternidad la sonrisa de muchos, porque, como sabemos, este negocio nunca quiebra, es más, a tenor de lo visto, no importa lo mucho que se excave. Va al alza.
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