El casino de Atlantic City, alrededor de 1900, con parte de la papeleta de votación de 2016 |
Este era un lema que se oía hace años y que diseñó la organización sin ánimo de lucro Atlantic City Alliance para fomentar el turismo y supongo que, de paso, el juego en los casinos en una ciudad moribunda. Atlantic City es un pez fuera del agua que, este año, los políticos del estado de Nueva Jersey están tratando de reanimar. No sé si esta decisión forma parte de un proyecto del gobernador Chris Christie para revitalizar sus relaciones con el magnate Trump, como también sabemos, propietario del Trump Plaza, integrado por casino y hotel, y el Trump Taj Mahal, clausurados el mes pasado.
Atlantic City es uno de los tres paraísos del juego en Estados Unidos. Las Vegas va en cabeza, seguido del estado de Pensilvania.
Según un informe que data de 1997, lo admito, no es reciente, existe una relación entre el juego y la tasa de suicidios, convirtiendo a Las Vegas y a Atlantic City en las dos ciudades más letales. Pensilvania no entraba en juego en la estadística porque la presencia de casinos se aprobó en el 2004. En el estudio se vio que casi todas las víctimas tenían problemas médicos, financieros o familiares. Algunos habían caído presa del juego patológico.
Atlantic City siempre ha sido una ciudad que ha vivido del turismo, al estar en la costa se la considera un destino vacacional, pero la competitividad con otras zonas playeras y la escasez y la precariedad de los trabajos aceleraron su declive, momento que se aprovechó, a mediados de los 70, para impulsar este tipo de industria.
La intención sería buena, pero por lo que hemos visto, los típicos crear más puestos de trabajo o revitalizar la ciudad han quedado en agua de borrajas.
Y no solo a los grandes potentados se les puede achacar el derrumbe de Atlantic City. Todo el que podía especulaba con la compra de terrenos esperando a que los empresarios se los quitaran de las manos por unos precios de fuagrás ecológico. Y se los han tenido que comer con patatas, lo más económico, porque los Trump de hace unos siete años escaparon de la quema, oliéndose el derrumbe del mercado, con el calor de los verdes bajo la axila.
Con la pobreza, la ciudad, lógicamente con la excepción del paseo marítimo y sus cegadoras luces, se ha acordonado de gentes que viven en guetos, llenas de desesperación y precariedad, además del miedo a la inevitable delincuencia.
Me parece que corría el año 2008 cuando precisamente Bob Dylan actuaba en uno de estos casinos. Estoy convencida de que al laureado no le darían una tourneé by night de las maravillas de la ciudad ni tampoco creo que se perdiera en la noche para ir a comprar pizza a la tienda de Papá Gino.
En cambio, sí que puedo constatar las hordas en autobús de la tercera edad que venían a jugarse los cuartos y a ver los espectáculos proporcionados por los casinos. Y casi todo era: gratis. Estancia, comidas, espectáculo. Incluso el transporte. Lo único que tenían que traer era dinero para dejarse.
Hace unos años escribí una historia, La ranura, y que está incluida en el Perro Verde, basada en el juego en los casinos y su efecto entre los mayores. Aquí dejo un fragmento.
—Aquí tiene sus bonos, señora. Mi nombre es Rick —dijo recorriendo una plaquita sobre su pechera con el índice derecho—. Los cajeros automáticos los encontrará bajo la escalera —dijo apuntando hacia una magnífica escalera blanca también de estilo colonial por la que inmediatamente Mona se imaginó a Escarlata O'Hara descendiendo perseguida por los gemelos. No necesita PIN. Se me olvidaba —dijo tendiéndole unos cupones y una bolsita de plástico roja—. Cortesía de la casa. Si necesita más, la farmacia está allí —dijo apuntando al fondo del pasillo—. Que pase un buen día —le deseó el joven uniformado despidiéndole con una suave sonrisa.A unos pasos y de espaldas al mostrador, Mona sumergió los ojos en la bolsa: una jeringa, varios pañales y unos cupones descuento para la farmacia.“Supongo que para un apuro...”, pensó distraída mientras hundía la bolsita en la sobriedad de su bolso.Una aureola de fascinación le cubrió los sentidos. Mona estaba deslumbrada. No sabía por dónde empezar. El espíritu de leyenda de aquel lugar había tocado su vena más romántica. Una sensación de posibilidad le abrió el corazón: ¡a saber qué misterios le aguardaban!
En las elecciones del martes van incluidas dos declaraciones interpretativas a nivel estatal con su correspondiente enmienda constitucional. La número dos tiene que ver con los impuestos al diésel. La primera nos pregunta si estamos de acuerdo con que se permita la presencia de casinos en otros dos condados, un casino por condado, no se precisan qué condados son estos, pero quedarán como mínimo a setenta y dos millas de Atlantic City. Hoy por hoy los casinos solo se permiten en Atlantic County, el condado donde está Atlantic City.
He leído la declaración interpretativa y se me ha caído el alma a los pies. La enmienda dice que, si se aprueba, Nueva Jersey destinará los ingresos para aliviar los impuestos sobre bienes inmuebles. ¿A quién? A la gente mayor. Los abusuarios de los casinos. Y no solo eso, sino que parte de esos ingresos serán destinados a reanimar al pez moribundo que es Atlantic City.
Parece que por el juego entró la peste y que hay que añadir dos componentes más porque, como es bien sabido, los males compartidos saben a menos. La única cuestión que se plantea es si una vez rescatada Atlantic City, habrá que ir al rescate de las otras dos ciudades y sacar otra enmienda, esta vez con cuatro participantes, para que las saquen del atolladero y luego, una más, para que saquen a las rescatadoras y así, ad nauseam, todo el país convertido en una mesa de bacarrá.
Alcorcón de buena te libraste.
Por cierto, que la misma enmienda también menciona que una pequeña parte de los ingresos estará destinada a los purasangres. ¿Preparándose para salir a todo galope?
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